Victoria era una mujer ciega: no era capaz de ver lo que tenía al frente. Era de esas mujeres llenas de dolor, llenas de muchísimas inseguridades, ella estaba completamente llena de malos hábitos afectivos, de vicios sentimentales, que se reflejaban en una ceguera impresionante, en un defecto visual, en una invalidez en visión increíble. Muchos hombres valiosos pasaron por delante de Victoria, muchísimos… una gran cantidad teniendo en cuenta la gran variedad de mujeres, más cálidas, con un corazón más grande, más generosas y más agradecidas que hay en el globo terráqueo. Pero al parecer a los hombres nos encanta fijarnos en los casos imposibles, en las enfermas de la vida, porque quizá también somos ciegos... enfermos, yo qué se...
Michael fue uno de estos amores que tuvo Victoria. Un hombre lleno de vida, cordial, amable, dispuesto a ayudar en cuanta causa perdida encontraba, era un gran perdedor: se había graduado en honores en esta especialidad de la vida, la de perder siempre y de maneras cada vez más creativas. Michael se fijó en la evidente belleza de Victoria, y la amó, puede decirse que la amó con todo lo que encontró, con su cuerpo, su espíritu y su alma, la amó con cuanta cosa poseía, y hasta tomó prestado, robo y mató por el amor de Victoria. La llenó de detalles, aprendió a escribir poesía por ellá, contrajo hábitos sacerdotales para exorcizar los demonios de Victoria, concibió manuales para entenderla y contrató a cuanto erudito en los amores imposibles existen: fracasó. Victoria jamás lo vio, nunca se percató de sus detalles, de sus mil intentos y confesiones, de sus locos deseos por hacerla feliz, de las pérdidas que Michael aceptaba solo por verla ganar algo, sólo por verla ver…
Santiago fue otro amor de Victoria. Llegó a su vida cuando la ciega pasaba por un momento más bien superficial, fiestas, lujos, devaneos aquí y allá. Y la aceptó tal y como la encontró: como una mujer que no ofrecía absolutamente nada, y aún así, desde el primer día que cruzaron palabra supo que era la mujer que quería. Santiago fue otro que se desvivió en manifestaciones de amor, que le demostró lo que sería capaz por ella: sería capaz de darle todo, material y emocionalmente, al fin y al cabo, Santiago era un buen tipo. La ciega lo utilizó y Santiago se dejó utilizar, engañado por una falsa percepción de lo que es el amor: Santiago creía que él tenía que disminuir para que ella creciera, para que ella empezara a ver que sí la podían querer y amar de verdad, que no todos los hombres la buscaban por sus apetitosos pechos, ni por su enorme trasero ansioso de ser montado. Victoria era una mujer que merecía más, pero para ello debería mostrar aquel mundo interior que quienes la conocían tan sólo habían presentido.
Marcos fue el otro pretendiente. Era una persona buena, muy buena, de mucha fe y confianza en que aquello que se proponía lo podía lograr. Era un redentor, esto de por sí ya lo hacía otro perdedor, pues su felicidad no estaba puesta en sí mismo sino en hacer feliz a otros, era hijo de una religiosidad de la que jamás pudo desprenderse y que le deparó los momentos más culposos y más tristes de su vida, aunque él con su extraña fe insistiera en verlos positivos. Marcos conoció a una Victoria triste y sombría, recorrida hasta donde ya no más, había conocido toda clase de sexo, con toda clase de hombre, de mujer, de aparato, pero jamás había sentido el amor, jamás había creído en el amor. Estaba destruida por su propia incredulidad, por su propia ceguera. Marcos era el hombre que toda mujer adulta que desea asentarse desea: trabajador, honrado, escuchante. Marcos hablaba montones con Victoria, le contaba del amor, le contaba de su amor, de las riquezas interiores que veía en ella, le repetía incansablemente que era una mujer que valía, que tenía un alma hermosa, que era preciosa y que no dejaba indiferente a nadie con su infinito mundo interior, que era un ser de luz. Ella insistía en no creerlo, jamás creyó en si misma, aplazaba una y otra vez sus proyectos, aplazaba una y otra vez amarse a sí misma, aplazaba una y otra vez decir “yo también te amo”, nunca lo decía, jamás, su léxico era un montón de "ajá, ajá" o "si, si" o "yo se, yo se".
Una frialdad forraba el corazón de Victoria, y por más que sus muchos pretendientes intentaron ofrecerle calidez, jamás dio su brazo a torcer. Jamás se descubrió a sí misma, jamás pudo amarse a sí misma, por lo tanto jamás pudo ver el amor que le ofrecieron, siempre desconfiaba, nunca estaba segura, nunca creyó. Le dedicaron muchos atardeceres que nunca vio, poemas que jamás leyó, miradas que nunca percibió. Siempre pendiente de quién le estaba mintiendo, siempre con paranoias de engaños, siempre sangraba, sus ojos sangraban, heridos por mil maravillas y milagros de los que no se percató. Jamás veía, aunque se esforzara era ciega de crianza, le enseñaron a no ver, le sacaron los ojos y le pusieron unos de vidrio que sólo se movían, fingiendo ser ojos verdaderos. Victoria jamás se dio cuenta de lo que la vida le ofreció, siempre seguía escupiendole al destino con su estrechez de mirada, con un corazón vacío, nunca vió la grandeza que otros vieron, y los otros nunca vieron la oscuridad que la llenaba, y que, eficientemente, siempre cubría cualquier atisbo de luz que quería salir su alma. Victoria fue un cáncer para todo aquel que la amó, una condena, tenía el extraño poder de secar y maldecir el corazón que se atrevía a latir por ella, su ceguera era prendediza, ninguno volvió a ver luego de mirar a Victoria.
Victoria era una ciega. Sus pretendientes eran unos estúpidos ciegos. Hay gente que no quiere ver cuando ama... otros se niegan a saber que alguien los ama: creen no merecerlo... ese era el caso de Victoria. Llego a vieja creyendo jamás haber encontrado el amor.